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domingo, 21 de abril de 2013
Peñas Blancas amenazada por la megamineria de la mina de Oro la Colosa
Mi abuelo murió hace 12 años. La finca sigue allí, las Peñas también; pero el tesoro ya tiene dueño. ¡Increíble! Lo encontraron unos colonizadores que ya no usan carabelas ni armaduras:Mi abuelo murió hace 12 años. La finca sigue allí, las Peñas también; pero el tesoro ya tiene dueño. ¡Increíble! Lo encontraron unos colonizadores que ya no usan carabelas ni armaduras
De niño mi abuelo me contó la historia de las Peñas Blancas y el tesoro del Cacique Calarcá.
El jefe indio, guerrero indomable e implacable, escondió todo su tesoro en las profundidades de la montaña, por cavernas impenetrables y malditas, para que los españoles nunca lo encontraran.
El cuento corrió como corren todos los cuentos de tesoros escondidos y generación tras generación no han faltado valientes ni aventureros que se avengan a penetrar en las profundidades de las Peñas Blancas – unas empinadas formaciones rocosas de la cordillera central cerca de Calarcá, Quindío – tratando de encontrar el fabuloso tesoro entre el cual se dice había indios de oro en tamaño natural.
Nadie lo había encontrado que se sepa, pero si eran célebres las anécdotas de desafortunados que escalaban la roca y se despeñaban o de aventureros que penetraban por las cavernas y no regresaban jamás. Como con todos los cuentos de tesoros, se llenó de misterio y leyenda.
Lo sabido es que el cacique Calarcá fue un personaje real. Feroz y aguerrido, lideró la resistencia contra la invasión española en la zona. Luego los descendientes de los españoles bautizaron con su nombre, como homenaje, un próspero pueblecito a los bordes de la cordillera, que creció a la par de la exportación cafetera.
También después el recuerdo del cacique rebelde sirvió para que algún grupo insurgente se autodenominara con su nombre en otra cordillera no muy lejana de esas tierras.
Sin embargo, como somos descendientes de una estirpe de jugadores y aventureros, lo que más nos apasiona es la historia de su tesoro prohibido. El padre de mi abuelo, un conservador católico, blanco y acomodado, vivió en una finca al frente de las Peñas Blancas. Mi abuelo (moreno, liberal y ateo) que creció en esa finca y luego la heredó con sus hermanos, contaba la historia del cacique mirando hacia las Peñas misteriosas y hablaba de no sé cual maldición que impediría por los siglos de los siglos que los blancos encontraran el tesoro.
Decía que se habían internado en las profundidades de la roca incluso con tanques de oxígeno, decía que se encontraban con el fantasma del cacique, decía pues, como abuelo paisa que era, un montón de culebrerías para asustar a los niños.
Mi abuelo murió hace 12 años. La finca sigue allí, las Peñas también; pero el tesoro ya tiene dueño. ¡Increíble! Lo encontraron unos colonizadores que ya no usan carabelas ni armaduras: una multinacional de la minería, la AngloGold Ashanti, halló por fin el tesoro del Cacique Calarcá, a escasos 40 minutos del pueblo que lleva su nombre pero en jurisdicción de otro municipio llamado Cajamarca.
Sólo había un ligero error geográfico en la leyenda: no estaba enterrado en las Peñas Blancas sino algunos kilómetros más arriba, en pleno páramo, debajo de una loma empinada a los 3100 metros. Se dice que está requetellena de oro por dentro, repleta. Aunque en la fase exploratoria la compañía no ha encontrado aun indios de oro al natural, asegura que hay mineral suficiente para hacer tribus enteras.
Hablaron el año pasado de uno de los diez yacimientos de oro más grandes del mundo, y presos de esa enfermedad humana antiquísima, comenzaron por nominarlo: lo llamaron La Colosa. Tal vez porque en lugar de indios en oro habrá Colosos de los negocios y las finanzas, a cualquier otro lado del océano, que se forrarán y extasiarán con la peste del metal amarillo mientras convierten en piscinas de veneno y cianuro el páramo de romerales, de dónde sale parte del agua que se beben medio millón de habitantes de varias poblaciones a lado y lado de la cordillera.
Oigan bien: Cianuro, ese veneno tan romántico con el que se suicidan tantos enamorados.
Un amigo estudiante que visitó el área hace unos días la describió como dos grandes fincas ganaderas de montaña, dominadas por un filo enorme debajo del cual está el yacimiento. “la compañía evita hablar del cianuro” dijo “no sabemos entonces como va a separar el mineral”. No sabemos, lo cierto es que no va a ser con bateas.
El oro no sale sólo. Menos cuando se trata de salir del país hacia las arcas del capital extranjero. Hay que sacarlo. Quiero decir sacarlo de la tierra con maquinarias, obreros, mercurios o cianuros; y sacarlo bien custodiado del país – robarlo – como hace la voraz máquina de ganancias hace siglos.
Esta vez para sacarlo necesitaron de la aprobación de un nuevo código minero, de la militarización total de la zona, del exterminio de los últimos guerrilleros que quedaban en ese nudo montañoso – descendientes de “chispas” y Efraín González – y de insolentes concesiones que nada tienen para envidiarle a esas encomiendas coloniales por medio de las cuales se entregaban tierras, aguas, bosques y gentes en propiedad absoluta a los conquistadores.
En otros lugares han necesitado el desalojo completo de comunidades indígenas o negras, de la aniquilación de mineros artesanales, o incluso de la remoción de pueblos enteros, como harán con Marmato en Caldas, un pueblo que está encima de otra montaña de oro.
Tampoco, generalmente, el oro se va sólo. Se lleva consigo la vida y felicidad de muchísima gente que tiene la desgracia de vivir en la zona y la época dónde se extrae. El oro condenó nuestro continente y nuestros pueblos al atraso, a la dominación. Condenó un color de piel a la esclavitud y la exclusión. Condenó los indios a desaparecer. El oro, el vil metal.
Así que vamos con cautela, amigos míos, lectores y detractores, porque mi abuelo era un hombre sabio y cuidaba bien sus palabras: ese tesoro está maldito, como lo está el vil metal que convierte al probo en asesino y embellece la vanidad y la codicia.
La causa de la pobreza y la miseria en nuestros países no es la falta de recursos, sino precisamente su abundancia, así como el principio de la tragedia de Irak es su petróleo y la perdición de África comienza con sus riquezas, de las cuales la primera fue su gente.
Faltará entonces que vuelva un cacique rebelde a rugir desde las Peñas Blancas o desde cualquier otra cordillera, para echar de una vez a todos los conquistadores, pero sobre todo para desterrar un sistema social que se alimenta devorando la vida humana y la naturaleza.
Mi abuelo en su tumba se sentirá feliz de que alguien lea sus cuentos. Pero se asustará si se entera que encontraron por fin el tesoro del Cacique Calarcá. Esa población que ahora ostenta su nombre, llevará quién sabe cuánto tiempo más, el lastre de su maldición.
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